Antiguo Egipto, periodo de la historia de Egipto que abarca desde su protohistoria hasta el siglo VII d.C., y que comprende, por tanto, el conjunto de su edad antigua y parte de su edad media.
La antigua civilización egipcia fue notable no solo por la riqueza, esplendor y sofisticación de su arquitectura funeraria, que refleja y atestigua el poder de sus faraones y la habilidad de sus ingenieros. También lo fue por su desarrollado sistema de gobierno; por la aplicación de sistemas de irrigación; por su escritura pictográfica; por sus estudios en los campos de la astronomía, las matemáticas y la medicina; por la creación de una cultura espiritual muy compleja, patente en sus panteones y en sus conceptos de vida ultraterrena; así como por su destreza y sensibilidad artísticas.
El conocimiento que en la actualidad se tiene del antiguo Egipto se debe, en buena parte, a los grandes monumentos que aquella civilización legó; y a la arqueología, que los descubrió, analizó y estudió. Una significativa faceta de la egiptología (que se define como el estudio de la civilización del antiguo Egipto) es la investigación de la valiosísima información proporcionada por los textos escritos en caracteres jeroglíficos que se han hallado en las paredes y muros de tumbas y templos, en obeliscos y columnas, y en tablillas de arcilla y papiros. La interpretación de esos jeroglíficos, que fue posible gracias al hallazgo, en 1799, de la piedra de Rosetta, ha permitido conocer progresivamente múltiples aspectos de la vida del antiguo Egipto. Otra fuente que resultó fundamental para la reconstrucción de su historia fue el Aegyptiaca de Manetón, un sacerdote tolemaico del siglo III a.C. que organizó una lista de reyes dividida en 30 dinastías.
EL MEDIO FÍSICO
Desde el comienzo de su historia, la vida en Egipto (al que Heródoto describió acertadamente como “el don del Nilo”) estuvo profundamente vinculada a ese gran río. Y es que, sin el Nilo, Egipto sería un monótono desierto que poco o nada favorecería la vida humana. Sin embargo, debido al río, y más concretamente a sus crecidas anuales, una estrecha franja, el valle del Nilo, se convirtió en un espacio especialmente fértil y en la cuna de una gran civilización. Esta fructífera lengua de terreno divide el Sahara en dos grandes áreas: el desierto Oriental (el desierto Arábigo), una región montañosa que se extiende hasta el mar Rojo; y el desierto Occidental (desierto Líbico), que se prolonga hasta el corazón del África septentrional. Los antiguos egipcios distinguieron perfectamente el árido Deshret (“tierra roja”) y el fértil Kemet (“tierra negra”, por el color de su suelo aluvial). Sentían el primero, el desierto, como una tierra extraña, a la que solo se aventuraban para la obtención de metales (como el oro), minerales y piedras preciosas. En cambio, consideraban el valle del Nilo su hogar; en él se sentían seguros y protegidos por una serie de de dioses que, indefectiblemente, propiciaban el puntual inicio de la crecida anual del río.
Las precipitaciones estacionales en Etiopía motivaban que el Nilo alcanzara su mayor caudal; como consecuencia de este hecho, enormes cantidades de limo, rico en nutrientes, se trasladaban aguas abajo hasta depositarse en las llanuras del valle del Nilo. El nivel que alcanzara la crecida era fundamental: si era demasiado bajo, podía significar una mala cosecha y, como consecuencia, el hambre; si era demasiado alto, los depósitos aluviales que hacían fértil la tierra podían ser desplazados más allá de los suelos de cultivo y acabar en el desierto. La crecida del Nilo era tan importante que su inicio, en el actual mes de julio, señalaba el principio del año egipcio, que coincidía con la reaparición de Sirio en el cielo nocturno. Esta estrella fue asociada con Isis, pues se creía que las lágrimas de esta diosa provocaban la inundación. El año agrícola se dividía en tres estaciones (correspondientes a la crecida, la siembra y la cosecha); y el civil, en 12 meses de 30 días cada uno de ellos, con 5 días suplementarios que se añadían al final de cada año.
SOCIEDAD Y ECONOMÍA
Los tiempos de estabilidad y prosperidad del antiguo Egipto se debieron, en gran parte, a la existencia de un gobierno central fuerte y al sentido unificado de objetivos creado por la creencia religiosa. Ambos factores fueron proporcionados por el poder de su soberano, el faraón, el cual, como dios viviente, era el sumo sacerdote de cada culto y embajador ante los dioses, la autoridad suprema, la fuente última de justicia, el responsable de la legislación y el auténtico poseedor del poder en el reino. No obstante, también permitió cierta autonomía; el país fue dividido en nomos o distritos, cada uno de los cuales tenía su administración (con su gobernador, el nomarca, al frente) y panteón propios.
El faraón estuvo auxiliado en las tareas de gobierno por una cada vez más potente burocracia de consejeros y funcionarios. La existencia de numerosos escribas resultaba fundamental para la administración de la tierra, así como para el registro y gestión de los asuntos legislativos y judiciales, militares y religiosos. Dos cargos clave del funcionariado faraónico fueron el visir y el portador del sello. El visir supervisaba la administración de los nomos y las actividades del conjunto de funcionarios, y suponía una importante instancia judicial. Finalmente, la figura del visir se duplicó, siendo designado uno para el Alto Egipto y otro para el Bajo Egipto. Por su parte, el portador del sello actuaba como tesorero responsable de todos los bienes que entraban en los almacenes y depósitos regios.
La esclavitud no fue habitual en Egipto hasta el periodo del Imperio Nuevo, cuando las grandes conquistas exteriores permitieron tomar como esclavos a los habitantes de los territorios sojuzgados. La mayor parte de la población estaba formada por campesinos, parte de los cuales trabajaba para los grandes propietarios de la tierra o para el propio faraón. Otro importante sector social lo constituían los artesanos, que producían ladrillos, esteras, cestas, instrumentos y utensilios de uso cotidiano. Otros dos elementos importantes de la sociedad fueron los comerciantes y los propietarios de las embarcaciones que efectuaban el transporte por las aguas del Nilo.
La economía del antiguo Egipto se basaba en el trueque. Hasta el Imperio Nuevo, el comercio exterior no superó el ámbito de la pequeña escala. Egipto exportaba grano, lino y papiro; e importaba madera de Líbano, cobre de Chipre, incienso del este, piedras preciosas de lugares tan lejanos como el actual Afganistán y animales exóticos, como monos, del sur.
Agricultura: la vida en el campo
En el mes de septiembre, cuando el nivel del agua comenzaba a bajar como consecuencia del retroceso de la crecida, se iniciaba el ciclo agrícola anual. Los canales de irrigación tenían que ser reparados y los límites de las tierras, factor muy importante para calcular los impuestos, eran medidos de nuevo. Una vez completadas estas actividades, podía iniciarse la siembra del trigo, la cebada y el lino, principales productos de la agricultura egipcia. Luego, había que efectuar trabajos de mantenimiento de los canales y proteger la futura cosecha de la acción de parásitos. La cosecha comenzaba en abril. El trigo se recolectaba después de que, por razones fiscales, los supervisores de las cosechas calcularan la producción; luego, se comparaba con la obtenida realmente. Después tenían lugar la trilla y el aventamiento. Finalmente, el grano era transportado a graneros, donde era almacenado para su consumo posterior (básicamente, sería usado para elaborar pan), aunque una pequeña parte se conservaba para servir como semilla en la siguiente siembra. Dada la fertilidad del terreno, era posible realizar una segunda cosecha, por lo general de verduras o legumbres. Otras verduras y frutas (como higos y dátiles) eran cultivados en huertos y jardines; asimismo, también existían viñedos. Por lo que respecta al ganado, se criaban ovejas, cabras, cerdos y aves de corral; los asnos eran empleados para el transporte.
Alimentación
En términos generales, parece que puede afirmarse que la dieta de los antiguos egipcios fue variada, aunque, evidentemente, debieron existir notables diferencias y aquella tuvo necesariamente que depender de la categoría social. La base alimenticia de la población campesina fueron los cereales, utilizados para la elaboración de las que eran comida y bebida por excelencia: el pan (que inicialmente sería cocido en fuegos al aire libre y, ulteriormente, en primitivos hornos) y la cerveza (de la que los egipcios están acreditados como inventores). La dieta de los más afortunados se completaba con verduras y frutas (judías, garbanzos, lentejas e higos eran los productos más habituales) y pescado, que el Nilo proporcionaba en abundancia. La carne (y de esta, la de ganado vacuno comúnmente) debió ser más extraña en la mesa de la población común, quedando posiblemente reservado su consumo a festividades y ocasiones especiales. En cambio, los individuos pertenecientes a sectores sociales superiores sí debieron comer con regularidad la carne de animales como el antílope o la gacela, que formarían parte, como se ha dicho antes, de una ingesta mucho más rica y que incluiría tres comidas al día (por las dos que debían ser habituales en el resto de la población). En la tumba de un noble menor de Tebas se conservó el menú de una comida funeraria que incluía gachas, codorniz asada, riñones, paloma, pescado hervido, ternera, pan, pasteles, compota de frutas y queso.
Artesanía y otros oficios
Los egipcios que no se dedicaban a la agricultura se empleaban en el sector artesanal. En muchos casos, los oficios se heredaban de padres a hijos, aunque también había jóvenes que iniciaban su vida profesional como aprendices en negocios ajenos a la familia.
La cerámica y el vidrio se produjeron regularmente, y alcanzaron su momento de mayor esplendor a partir del Imperio Nuevo; en el caso de los alfareros, el desarrollo del torno resultaría fundamental. Los carpinteros y ebanistas estuvieron muy determinados por la escasez de madera autóctona, lo que hizo depender su actividad de la importación; este factor explica que los objetos de madera fueran caros y que su consumo quedara reservado a los sectores sociales superiores. Trabajos de gran antigüedad fueron los del hilado y el tejido (la prenda de ropa más antigua que se conoce en Egipto se remonta al 3.000 a.C.). El desarrollo de talleres textiles (a menudo controlados por mujeres) y de un cierto tipo de telar vertical en el Imperio Nuevo significaron que este sector incrementara su importancia. Otros hitos tecnológicos fueron el fuelle de pie, el bastidor y el grabado de objetos metálicos. Por lo que se refiere a la metalistería, el cobre fue el material más trabajado, ya que el bronce se introdujo de forma tardía; el oro era muy caro, pero al encontrarse en Egipto, hizo que la plata, más rara, tuviera que ser importada y terminara por ser más apreciada y valiosa. Los artesanos especializados estuvieron vinculados especialmente a la joyería (en la que empleaban piedras y metales preciosos, vidrio, esmaltes), la pintura, la escultura y el diseño y construcción de los grandes monumentos construidos para gloria de faraones y deidades. Por ello, estos artesanos trabajaron en condiciones favorables y disfrutaron de un estatus elevado, gozando de un considerable patrocinio regio.
La navegación fue otra profesión de gran importancia. Esto se explica por el hecho de que el Nilo proporcionara el único medio práctico para transportar mercancías a lo largo del país. Las crecidas provocaban cada año corrientes peligrosas y remolinos, por lo que no resulta extraño que muchos papiros literarios refirieran con detalle las proezas y el heroísmo de marineros naufragados y sorprendidos por tormentas.
Pirámides, templos y tumbas
La construcción de los grandes monumentos tenía lugar, habitualmente, en la época de la crecida del Nilo, cuando resultaba imposible dedicarse a las tareas agrícolas. Parece que, al contrario de lo que se pensó durante mucho tiempo, estos trabajos no fueron realizados por cuadrillas de esclavos sometidos a un ambiente opresivo. Existen pocas evidencias de trabajos forzados, y la ausencia de soldados en los relieves que describen la edificación de estos monumentos sugiere que esta no se desarrolló en unas condiciones excesivamente ásperas, si bien es cierto que exigía un elevado esfuerzo físico. Además, los trabajadores no solo participaban en estas empresas por disposición expresa de los faraones; la creencia en la vida después de la muerte era común entre los egipcios, por lo que la construcción de grandes tumbas para sus soberanos, dioses vivientes, pudo ser un aliciente de gran importancia en las estructuras mentales de la población.
Enormes cantidades de piedra debían ser extraídas de las canteras (a veces próximas, pero en ocasiones situadas a centenares de kilómetros de las obras) y arrastradas por grupos de hombres hasta el Nilo, donde los bloques eran cargados en embarcaciones. Para comprender en toda su magnitud la dificultad que conllevaba la ejecución de esta arquitectura monumental es necesario añadir la relativa simplicidad del instrumental. Estos trabajos comunales efectuados durante la crecida tienen que vincularse también con las necesidades de los egipcios para hacer frente a las cargas fiscales; si aproximadamente el 90% de la población estaba unido a la agricultura, ese mismo porcentaje trabajaría en los grandes proyectos arquitectónicos durante la crecida.
La construcción de los templos, con sus colosales columnas, estatuas y obeliscos de granito, caliza, diorita o, más raramente, alabastro suponía una empresa similar. Los bloques de piedra, de hasta 800 toneladas, eran tallados de forma grosera en las canteras para facilitar su transporte, recibiendo su forma final a pie de obra. Los delineantes y los pintores que decoraban tumbas y templos eran profundos conocedores de su oficio; trabajaban según convenciones artísticas prefijadas y empleaban rejillas que aseguraban las dimensiones correctas de las figuras que representaban para ilustrar las vidas de faraones y sus consortes, historias tradicionales, episodios mitológicos y escenas de la vida cotidiana. Véase también Arte y arquitectura de Egipto.
Ciudades y aldeas
Como las orillas del Nilo han sido habitadas de forma continuada desde aquellos tiempos hasta el presente, los asentamientos egipcios más antiguos, ya fueran ciudades, pueblos o pequeñas aldeas, descansan bajo una gran acumulación de niveles de ocupación, lo que dificulta en extremo su investigación arqueológica. Sin embargo, los restos de un pueblo hallado en Deir el-Medina (en Tebas) y los de la que fuera Ajtatón (hoy, Tell el-Amarna, entre Menfis y Tebas) han proporcionado datos suficientes para conocer cómo fueron las antiguas poblaciones y comunidades egipcias. Parece que la mayor parte de ellas se desarrolló sin una planificación formal previa. A menudo se encontraban amuralladas, para asegurar su protección. Sus distintos espacios estuvieron habitados por miembros de diferentes clases sociales, lo que explica que grandes mansiones con jardines convivieran con aglomeraciones de pequeñas viviendas separadas por callejones, aunque no existieran segregaciones estrictas.
La casa típica estaba construida con adobe (ladrillos de barro mezclado con heno o paja y cocidos al sol). Sus paredes interiores y exteriores estaban blanqueadas, tanto por motivos ornamentales como de higiene y salubridad. Los suelos eran generalmente de arcilla comprimida, cubierta de esteras de caña que evitaban que se levantara polvo. Las viviendas más habituales, es decir, las de la mayor parte de los egipcios, tenían entre tres y siete cuartos, con áreas de trabajo en la planta baja, un espacio para el alojamiento y una escalera que conducía a un pequeño habitáculo sobre los dormitorios en la azotea que puede que cumpliera las funciones de cocina. Generalmente, las ventanas eran pequeñas (para que entrara poca luz) y es posible que estuvieran orientadas al norte (para facilitar el acceso de aire fresco).
Las residencias de las clases altas de la sociedad fueron mucho más lujosas, con no menos de 60 ó 70 habitaciones y jardines amurallados en los que se plantaban árboles, normalmente higueras, que proporcionaban sombra en la canícula. Estas casas tenían varias alturas, existiendo áreas dedicadas al trabajo en la planta baja, espacios residenciales en la primera planta, posiblemente también un harén, y dormitorios en el segundo piso. En el recinto, alrededor de la casa, había talleres, corrales y almacenes. Mayor esplendor aún tuvieron los palacios regios y los templos, en cuyo interior había comunidades.
Educación y ciencia
La formación de los egipcios dependía de la clase social a la que pertenecieran. Los niños de las familias de sectores sociales inferiores aprendían de sus padres el oficio de estos; de ello dan testimonio los relieves funerarios que representan a niños participando en tareas simples del campo. Igualmente adquirirían las destrezas de sus progenitores o de otros varones con los que tuvieran relación en las diferentes profesiones artesanales. Por su parte, las muchachas aprenderían de sus madres las labores que estas realizaban en los hogares, principalmente las relativas a la confección de tejidos y la elaboración de pan y cerveza. La lectoescritura estuvo reservada a los niños pertenecientes a familias ricas, futuros integrantes de la burocracia estatal ligada a la administración pública. Esta enseñanza estaba a cargo de los escribas, una profesión que se heredaría de padres a hijos. Los miembros de esta élite social debieron también añadir a su bagaje cultural conocimientos matemáticos en los campos del álgebra (se cree que los egipcios fueron capaces de solucionar ecuaciones elementales) y la geometría (solo sus profundos avances en esta rama explicarían la construcción de la arquitectura monumental).
Otras ciencias motivo de estudio fueron la astronomía y la medicina, aunque siempre vinculadas al marco de las creencias religiosas. La astronomía era de gran importancia para las prácticas religiosas, así como para la medición del tiempo, y debió alcanzar importantes cotas. Sirvan como ejemplo de esta última afirmación el que los egipcios no mostraran extrañeza ante los eclipses del Sol y la Luna, o la referencia anticipada que un papiro efectuaba acerca de la visión de un cometa (probablemente, el Halley). Aunque, como se ha dicho, profundizaron en sus estudios en matemáticas y astronomía, e incluso practicaron la alquimia, probablemente la medicina fue la rama más importante de la ciencia para los egipcios. Así, se han encontrado numerosos papiros que catalogan las dolencias y sus tratamientos, remedios y curas. Véase también Literatura egipcia.
RELIGIÓN Y MITOLOGÍA
Al igual que en otros aspectos de la vida del antiguo Egipto, el Nilo y el Sol (Ra) fueron ejes centrales de la religión. Se consideraba que el Sol había creado el río mismo y ambos estaban vinculados a los mitos de la creación. El Nilo era sagrado: no tenía fuente visible de origen y, pese a que en Egipto la lluvia era muy escasa, el río inundaba cada año el valle y permitía la vida. Los conceptos de la creación fueron diversos y cada ciudad rendía culto y adoraba a diferentes divinidades.
Todas las ciudades egipcias se hallaban bajo la protección de tres dioses. La tríada de Tebas estaba constituida por Amón, su esposa Mut y su hijo Khonsu. Amón, la divinidad principal de la tríada, fue un dios relativamente menor hasta que Tebas se convirtió en la capital de Egipto durante el Imperio Nuevo. En ese periodo, Amón fue identificado con Ra y esa asociación, Amón-Ra, se convirtió en la deidad imperial de Tebas y en el dios personal del faraón. Ptah, dios de la creación, fue la principal deidad de Menfis; y Osiris, señor del reino de los muertos, estuvo especialmente relacionado con la ciudad de Abidos.
Aparte de Ra (creador del Universo), Mut (diosa del cielo y, en ocasiones, madre divina del faraón reinante), Amón, Ptah, Osiris y su esposa Isis, los principales dioses egipcios fueron Horus (dios del cielo), Set (encarnación del mal y del caos), Hator (diosa del cielo y reina del firmamento) y Anubis (dios de la muerte). Los templos que les fueron dedicados eran considerados sus moradas y, en virtud de ello, solo sus sacerdotes y el faraón podían acceder a ellos. En su honor se celebraban grandes festividades, dirigidas personalmente por el faraón, que escoltaba a las estatuas de los dioses a través de calles formadas por las columnas de los templos decoradas con banderas y guirnaldas. Aunque probablemente la mayor parte de la población rendía culto a divinidades locales menores en santuarios de sus hogares, en ocasiones debía participar en esas grandes celebraciones.
Muchas de las principales divinidades del antiguo Egipto estuvieron asociadas a determinados animales; por ello, fue muy común su representación zoomórfica (sobre todo, de la cabeza) en pinturas murales, grabados, relieves, manuscritos y esculturas (así, por ejemplo, Anubis, con cabeza de chacal, y Horus, como un halcón). De igual forma, los egipcios sacralizaron a los animales asociados con algunas deidades; tal fue el caso de los gatos (con los que se identificaba a Bastet, diosa del amor y de la fertilidad, hermana de Ra), de los cocodrilos (por el dios Sobek, a veces identificado con Amón o Ra) y de los ibis (que daban a apariencia a Tot, dios de la Luna y escriba de los dioses). En tiempos posteriores, gran número de estos animales sagrados fueron embalsamados, momificados y llevados a las tumbas regias.
Gracias a esos sepulcros reales se ha llegado a tener un alto grado de conocimiento sobre los ritos funerarios de los egipcios y su creencia en la vida ultraterrena. Ya en tiempos predinásticos, ofrendas y ajuares funerarios acompañaban al difunto en su tumba para servirle en el más allá. El proceso de embalsamamiento y momificación aseguraba la conservación del cuerpo (requisito para la vida después de la muerte) y los ritos de inhumación fueron diseñados para facilitar el tránsito del alma a esa nueva vida. La preservación del nombre de la persona muerta sobre las paredes de su tumba se consideraba igualmente muy importante; si se borraba, el difunto quedaría condenado a la oscuridad. El paso último lo decidía el juicio de Osiris, que pesaba el corazón del fallecido tomando como medida una pluma (símbolo de Maat, deidad de la verdad y la justicia). El alma de los difuntos se convertía en una estrella que viaja a través del cielo, aunque la vida después de la muerte también era tenida por una continuación de la vida en la Tierra. Estas profundas y complejas creencias de los antiguos egipcios no implicaban una fascinación mórbida por la muerte, sino que encontraban su razón de ser en el ferviente anhelo de prolongar la vida; y precisamente, muchos de sus nombres y la mayor parte de su cultura e historia se conservaron para la posteridad gracias a los hitos materiales que dispusieron para asegurar la vida eterna que tanto desearon. Véase también Mitología egipcia.
El nacimiento de una civilización
La presencia del hombre en Egipto se remonta a 500.000 años. Sin embargo, las primeras culturas neolíticas bien identificadas aparecieron en los milenios VI y V a.C. Cada una de ellas es conocida por el nombre del yacimiento arqueológico que las definió y fueron, por orden cronológico, la badariense (por El-Badari); la amratiense (por El-Amrah) o Nagada I, y la geerziense (Nagada II y III). En el transcurso de las dos primeras, se desarrollaron sociedades más complejas, vinculadas a comunidades y pueblos, como consecuencia de la aparición de la agricultura (cebada y trigo), y emergieron nuevos ritos funerarios relacionados con la inhumación. El paso del periodo amratiense al geerziense estuvo marcado por la llegada (c. 3500 a.C.) de pueblos camito-semíticos que se incorporaron a las poblaciones del Nilo en la región de Fayum.
Las ciudades que habían ido surgiendo en el valle del Nilo se agruparon progresivamente en dos reinos: el del delta del Nilo, en el Bajo Egipto, en la zona de Buto; y el del Alto Egipto, en torno a Hiérakonpolis, en la zona de Ombo. En fechas algo anteriores al 3100 a.C., Narmer, soberano originario de Hierakónpolis al que tradicionalmente se ha identificado con el legendario Menes, unificó las regiones del Alto y del Bajo Egipto, con lo que nació el país 'de las dos tierras', con capital en la ciudad de Tinis (o Tis), cerca de Abidos. Inauguró de este modo la I Dinastía Tinita (a veces denominada Dinastía 0). Las investigaciones arqueológicas efectuadas en las necrópolis de Abidos y Saqqara permiten pensar que las dinastías tinitas sentaron las bases de la monarquía de derecho divino y de una administración centralizada. Además, comenzaron a desarrollar los sistemas de irrigación, dando un nuevo valor a las tierras.
Imperio Antiguo (c. 2755-2255 a.C.)
El denominado Imperio Antiguo comprendió desde la III hasta la VI dinastías. La III Dinastía fue la primera que gobernó desde una nueva capital, Menfis, ciudad situada en el punto de unión entre el Alto y el Bajo Egipto. Este periodo estuvo marcado por la aparición de una arquitectura de carácter colosal, circunstancia que no es sino testimonio de una nueva situación. El sistema político evolucionó hacia una forma teocrática de gobierno, en el que los soberanos ejercían el poder de modo absoluto sobre un territorio sólidamente unificado. En este sentido, la religión desempeñó un papel fundamental, otorgando al faraón la consideración de dios en la Tierra.
El primer faraón de la III Dinastía y, por tanto, del Imperio Antiguo fue Sanajt (Nebka), cuyo padre, Jasejemui, había sido, a su vez, el último de la II. Sanajt fue sucedido por su hermano Zoser o Djoser (c. 2737-2717 a.C.), uno de los personajes más conocidos del periodo. Se piensa que fue con Zoser cuando Menfis se convirtió en la capital. Asimismo, durante su reinado, la arquitectura vivió su primer gran momento de esplendor. Vinculado a todo ello estuvo la figura de un personaje llamado Imhotep, arquitecto, jefe espiritual y ‘ministro’ de Zoser, que diseñó para su señor la pirámide escalonada de Saqqara, así como el complejo funerario de 15 hectáreas que la circunda. Fue la primera tumba regia de carácter monumental, cuya función sería preservar la inmortalidad del monarca.
Emblemáticos continuadores de la tradición iniciada por Zoser serían los titulares de la IV Dinastía, durante la cual se reafirmó el poder del soberano, encarnación de Horus y Osiris sobre la tierra, donde era el señor absoluto. El monarca ejercía su control sobre el país gracias a una creciente administración. El primer faraón de la IV Dinastía fue Snefru (c. 2680-2640 a.C.), paradigma del rey guerrero, pues dirigió campañas militares en Nubia, Libia y el Sinaí, y al que se atribuye la construcción, en Dahsur, de la primera pirámide egipcia no escalonada. El importante desarrollo del comercio y de la minería fue determinante para que Egipto viviera tiempos de prosperidad. A partir de Snefru, el monarca estuvo secundado en las tareas de gobierno por un visir. A Snefru le sucedió su hijo Keops (c. 2638-2613 a.C.), quien erigió la Gran Pirámide de Gizeh, monumento que, amén de dar fe del gran poder adquirido por los faraones, prueba de modo fehaciente el grado de complejidad que habrían alcanzado la administración y burocracia estatales. Los dos siguientes monarcas fueron sendos hijos de Keops: Redjedef (c. 2613-2603 a.C.), quien introdujo una divinidad asociada al elemento solar (Ra o Re) en el título real y en el panteón religioso; y Kefrén (c. 2603-2578 a.C.), quien dispuso la edificación de su complejo funerario en Gizeh, legando al futuro la segunda de las grandes pirámides de este lugar. La tercera, la menor, la levantaría su sucesor, también miembro de la IV Dinastía: Mikerinos (c. 2578-2553 a.C.).
Durante la IV Dinastía, la civilización egipcia alcanzó la cúspide de su desarrollo, que se mantendría durante la V y VI dinastías. Un esplendor que no solo se manifestaba en la arquitectura monumental, sino también en la escultura, la pintura, la navegación o la astronomía; así, por ejemplo, los astrónomos de Menfis establecieron un calendario de 365 días. Los médicos del Imperio Antiguo también mostraron un extraordinario conocimiento de fisiología, cirugía, del sistema circulatorio humano y del uso de antisépticos. Mientras, los navegantes egipcios exploraban el continente africano hasta la actual Somalia. La prosperidad del Imperio Antiguo se sostuvo en la explotación de las minas de Sinaí; en los intercambios comerciales con Fenicia, de donde provenía la madera del Líbano empleada en los sarcófagos; en las relaciones con Chipre y Creta; y en la dominación de Nubia, que abastecía de marfil y ébano.
Si bien es cierto que los faraones de la V Dinastía mantuvieron la prosperidad del reino gracias a la ampliación del comercio exterior y a las incursiones militares en Asia, también comenzaron a aparecer síntomas del declive de la autoridad real, como consecuencia de la mayor burocracia y del incremento del poder de administradores no pertenecientes a la realeza. El último titular de la V Dinastía, Unas (c. 2428-2407 a.C.), fue enterrado en una cámara funeraria de la pirámide de Saqqara en cuyas paredes se encuentran los denominados ‘Textos de las Pirámides’, inscripciones que aparecen también en las tumbas regias de la VI Dinastía y en las autobiográficas de funcionarios de la misma. Todas ellas atestiguan un evidente proceso de debilitamiento del poder faraónico. Alguna de estas fuentes refiere acerca de una conspiración contra el faraón Pepi I (c. 2395-2360 a.C.) en la que pudo estar implicada la propia esposa del soberano. Asimismo, se cree que durante los últimos años de reinado de Pepi II (c. 2350-2260 a.C.), el poder pudo ser ejercido de facto por su visir.
Factores determinantes del proceso de decadencia y hundimiento del Imperio Antiguo fueron la propia expansión territorial y el crecimiento económico, elementos que propiciaron la progresiva aparición de una oligarquía de altos funcionarios centrales pero también locales, cuya fuerza terminó por convertirse en una amenaza para los soberanos. En este sentido, los nomarcas reafirmaron su autonomía. Por otra parte, la preponderancia del dios solar, Ra, se impuso probablemente a finales de la V Dinastía, gracias a la influencia del clero de la ciudad de Heliópolis; en algún momento a partir de entonces, el faraón pasó a ser considerado hijo de Ra.
Primer periodo intermedio (c. 2255-2134 a.C.)
La VII Dinastía marcó el inicio del primer periodo intermedio de la historia del antiguo Egipto. Sometido a incursiones bélicas procedentes del exterior, la unidad territorial se desgajó, la autoridad se atomizó, apareció el hambre y las rebeliones se multiplicaron, de forma simultánea a la difusión del culto a Osiris, que parecía colmar las aspiraciones populares de inmortalidad.
A partir de la IX, varias dinastías cohabitaron e intentaron recuperar en torno a ellas la unidad del país. La IX y X dinastías controlaron dos terceras partes del territorio desde Heracleópolis, extendiendo su poder hacia el norte hasta Menfis (incluso hasta el delta) y hacia el sur, hasta Licópolis (actual Asiut). Por su parte, la XI Dinastía, al postre triunfante, radicó en Tebas, en el Alto Egipto, y dominó el espacio desde Abidos hasta Elefantina, cerca de Siene (hoy Asuán).
Imperio Medio (c. 2134-1784 a.C.)
El inicio del periodo de la historia del antiguo Egipto conocido como Imperio Medio se data en torno al año 2134 a.C., el de la entronización de la XI Dinastía, que convivió con la X. Los primeros faraones de la XI Dinastía afrontaron la reunificación territorial, intentando hacer efectiva en el norte y en el sur la autoridad que ejercían en su enclave tebano. Por este motivo, lo cierto es que el Imperio Medio comenzó cuando aquel proceso resultó completado, aproximadamente en el 2047 a.C.
La reunificación se produjo durante el reinado de Mentuhotep II (c. 2061-2010 a.C.), quinto representante de aquella XI Dinastía, el cual derrotó a los faraones de Heracleópolis, conquistó Licópolis y avanzó hasta ocupar todo el Medio y Bajo Egipto. En su proclamación como faraón, Mentuhotep II recibió el nuevo título de Nebhepetre (‘de todo el país’), aunque todavía tuvieron que transcurrir algunos años para que se alcanzara la completa pacificación. Mentuhotep II trasladó la capital a Tebas y el dios local de esta ciudad, Amón, comenzó a ver afirmada su primacía. Envió expediciones a Libia y a la península del Sinaí para combatir a pueblos nómadas invasores, y promovió las actividades comerciales y mineras en Nubia. Mentuhotep II ordenó erigir su complejo funerario en Dayr al-Bahari, en las afueras de Tebas.
Con la XII Dinastía, la capital se desplazó simbólicamente hacia el norte, cerca de Menfis. La pretensión de reforzar la unidad nacional se manifestó en el compromiso religioso entre los cleros tebanos y heliopolitano por el que Amón fue asociado a Ra, naciendo así 'el padre de los dioses, el hacedor del género humano, el creador del ganado, el señor de todo lo que es'. Intercesor entre Amón-Ra y los hombres, el faraón reforzó su poder reduciendo el de los gobernadores locales y asegurándose, en vida, la designación de su sucesor. Al mismo tiempo, la inmortalidad dejó de ser una condición privativa del soberano. El fundador de la XII Dinastía fue Amenemes I (c. 1991-1962 a.C.), el cual reorganizó la burocracia (formando un cuerpo de escribas y administradores), exigió la lealtad de los nomarcas y estableció la citada nueva capital. Durante los últimos diez años de su reinado, actuó como corregente su hijo y sucesor, Sesostris I (c. 1962-1928 a.C.), quien edificaría fortalezas por toda Nubia, establecería relaciones comerciales con el exterior, enviaría gobernadores a Palestina y Siria, y lucharía contra los libios en el oeste. Durante los reinados de Amenemes I y Sesostris I, Egipto vivió un periodo de intenso renacimiento intelectual y cultural, patente tanto en el desarrollo de variados géneros literarios y tratados científicos escritos sobre papiro, como en las manifestaciones artísticas, que revelan una extraordinaria delicadeza en su concepción. Sus sucesores fueron Amenemes II y Sesostris II. Durante el reinado de este último (c. 1895-1878 a.C.), se afrontó el proceso de saneamiento y acondicionamiento de la región de Fayum. Sesostris III (c. 1878-1843 a.C.) construyó un canal en la primera catarata del Nilo; constituyó un ejército permanente, que utilizó en su campaña contra los nubios; erigió nuevas fortalezas en la frontera meridional; y dividió administrativamente el país en tres unidades geográficas, cada una de ellas controlada por un alto funcionario supervisado por un visir. Amenemes III (c. 1842-1797 a.C.) concentró sus esfuerzos en la expansión económica: realizó grandes proyectos de irrigación y de recuperación de tierras, principalmente en el lago Moeris, en Fayum; impulsó la producción minera, y sus flotas comerciales navegaron por el mar Rojo y atravesaron el Mediterráneo hasta Chipre y Creta. Además, al final de su reinado, logró suprimir la amenaza que suponían los nobles locales.
Segundo periodo intermedio (c. 1784-1570 a.C.)
La unidad egipcia se vio de nuevo quebrantada como consecuencia de la invasión de su territorio por los hicsos, pueblo semita procedente, muy posiblemente, de Palestina y Siria, que tomaron Menfis y el Bajo Egipto y se establecieron en Avaris (probablemente, la antigua Tanis), en la frontera noreste del delta del Nilo. Los hicsos, sin duda, debieron aprovecharse del debilitamiento del poder faraónico durante la XIII y XIV dinastías, circunstancia a la que se sumaban sus mayores conocimientos bélicos (introdujeron en Egipto el caballo y el carro de guerra). Los soberanos hicsos de la que pasó a ser XV Dinastía adoptaron, sin embargo, las costumbres egipcias, adoraron a los dioses Set y Ra, y tomaron epónimos y protocolos de los faraones de Egipto.
Coetáneas de la XV Dinastía hicsa fueron la XVI Dinastía (que reinó en la zona central de Egipto) y la XVII Dinastía (que de forma más independiente ejerció desde Tebas su autoridad en la parte sur del país, dominando el territorio entre Elefantina y Abidos). Un soberano de esta última, el tebano Kames o Kamosis (c. 1576-1570 a.C.) luchó con éxito contra los hicsos, aunque fue su hermano Amosis I quien los derrotó finalmente, reunificando de nuevo Egipto.
Imperio Nuevo (c. 1570-1070 a.C.)
Amosis I (c. 1570-1546 a.C.) fue, por tanto, el fundador de la XVIII Dinastía, primera del Imperio Nuevo, cuya capital sería Tebas. Durante los cinco siglos de esta nueva etapa, Egipto conoció los momentos de mayor apogeo y fortaleza de su historia antigua.
Periodo Tutmosida
El sucesor de Amosis I, Amenofis I (o Amenhotep I, c. 1546-1524 a.C.; corregente desde 1551 a.C.), extendió los límites de Egipto hacia Nubia y Palestina. Por iniciativa suya, Karnak, en la orilla oriental del Nilo, comenzó a ser una de las ciudades paradigmáticas de la arquitectura monumental. Este faraón separó su tumba del templo funerario e instauró la costumbre de que el lugar de su último descanso permaneciera secreto. El siguiente faraón de la XVIII Dinastía fue Tutmosis I (c. 1524-1518 a.C.), quien destacó tanto por sus acciones militares (extendió sus dominios en Nubia y avanzó hasta el río Éufrates) como por sus realizaciones arquitectónicas (mandó construir en Karnak dos pilones, una sala hipóstila y dos obeliscos). Tutmosis I fue el primer faraón que se hizo enterrar en el Valle de los Reyes. Su línea de gobierno fue seguida por su hijo, Tutmosis II (c. 1518-1504 a.C.), el cual luchó contra tribus nubias rebeldes y contra los beduinos, y dispuso que se efectuaran mejoras en el Gran templo de Amón en Karnak. Al morir Tutmosis II, el trono fue ocupado por su hermana (era hija de Tutmosis I) y esposa, Hatshepsut, la cual privó del ejercicio real del poder a Tutmosis III, hijo de Tutmosis II y una concubina. Aunque el reinado de Tutmosis III comenzó nominalmente cerca del año 1504 a.C., su inicio efectivo no tuvo lugar hasta la muerte de Hatshepsut,(c. 1483 a.C.); se prolongó hasta c. 1450 a.C. y supuso un periodo de gran apogeo exterior, marcado por 17 victoriosas campañas militares que afirmaron la supremacía egipcia en Oriente Próximo. Tutmosis III infligió severas derrotas a Siria (cuyas fuerzas fueron aniquiladas en la llanura de Jezrael, perseguidas y nuevamente vencidas, en el 1479 a.C., en Meguido); al reino hurrita de Mitanni (al alentar este Estado mesopotámico revueltas en determinadas ciudades sirias y fenicias dominadas por Egipto, los ejércitos faraónicos invadieron su territorio, conquistaron varias de sus ciudades y extendieron el poder de Egipto en el norte de Palestina y Fenicia); sometió a Nubia y Sudán; y consiguió que le rindieran tributo Creta, Chipre, el poderoso reino anatolio de los hititas, Asiria y Babilonia, además de Mitanni.
Los inmediatos sucesores de Tutmosis III, Amenofis II (c. 1450-1419 a.C.) y Tutmosis IV (c. 1419-1386 a.C.), intentaron mantener las conquistas asiáticas frente a los intentos expansionistas de los reinos de Mitanni y de los hititas. El largo reinado de Amenofis III (c. 1386-1350 a.C.) fue un periodo de paz (posibilitado por el mantenimiento del equilibrio con los estados limítrofes gracias al hábil empleo de la diplomacia) y de florecimiento de la arquitectura (edificó el gran templo de Amón en Luxor).
Revolución religiosa de Ajnatón
En el siglo XIV a.C., Egipto proporcionó a la edad antigua uno de sus episodios más peculiares. Lo protagonizó Amenofis IV (c. 1350-1334 a.C.), hijo de Amenofis III. El nuevo faraón adoptó el culto a Atón, dios o disco solar con el que eventualmente se identificó y al que consideraba único creador del Universo (por ello, algunos autores le sitúan como precursor del monoteísmo). Una vez instituida la nueva religión, así como su clero, cambió su nombre regio por el de Ajnatón (‘Atón está satisfecho’) y trasladó la capital de Tebas a Ajtatón, una nueva ciudad dedicada a Atón en el actual emplazamiento de Tell el-Amarna (de ahí que esta etapa también sea conocida por el nombre de periodo amarniense o de Amarna). Ajnatón (que estuvo acompañado en su devoción a Atón por su esposa, Nefertiti) ordenó suprimir todos los signos y costumbres religiosas de sus predecesores y se enfrentó duramente a los sacerdotes que pretendieron mantener el culto a Amón. No obstante, esta revolución religiosa fue efímera, ya que desapareció con su creador; de hecho, su yerno y sucesor, Tut Anj Amón (c. 1334-1325 a.C.), restauró el culto a Amón y reintegró la capitalidad a Tebas. Pese a que poco más se sabe de Tut Anj Amón, es sin duda uno de los faraones más famosos; ello se deriva del descubrimiento en el Valle de los Reyes de su tumba, incólume y plena de tesoros, y de su propia momia. Fue este un hito de la egiptología protagonizado en 1922 por el arqueólogo británico Howard Carter y su mecenas, George Herbert, quinto conde de Carnarvon, que la supuesta maldición del faraón alimentó pronto de misterio.
Periodo Ramesida
Para contrarrestar la influencia de Tebas, los Ramesidas (once faraones de la XIX y XX dinastías) fundaron una segunda capital en el delta, cerca de Tanis. El fundador de la XIX dinastía, Ramsés I, reinó solo dos años (c. 1314-1312 a.C.). Le sucedió su hijo Seti I (1312-1298 a.C.; corregente junto a su padre desde el 1313 a.C.), quien intentó recuperar algunas de las posesiones sirias perdidas durante el final de la XVIII Dinastía, conquistó Palestina, defendió su frontera occidental frente a los libios y luchó contra los hititas. Egipto conoció luego un largo periodo de prosperidad con el hijo y sucesor de Seti I, Ramsés II (c. 1298-1235 a.C.), cuyo reinado supuso una de las cúspides del antiguo Egipto. Durante los primeros años en que estuvo al frente del reino, Ramsés II luchó para recuperar las tierras de África y del oeste de Asia Menor que Egipto había poseído durante los siglos XVI y XV a.C. Estas aspiraciones le hicieron enfrentarse a los hititas, contra los que mantuvo una larga guerra, cuyo principal combate fue la batalla de Qades (c. 1296 a.C.), librada en Siria y que Ramsés II consideró como un gran triunfo de las tropas egipcias sobre las del soberano hitita, Muwatalli. Sin embargo, todo parece indicar que el resultado de aquella contienda no fue determinante, pues solo el tratado firmado en torno al año 1283 a.C. fijó las fronteras de las tierras sirias en disputa, al tiempo que disponía el matrimonio entre Ramsés II y la hija del nuevo monarca hitita, Hatusili III. La segunda parte del reinado de Ramsés II estuvo caracterizada por la construcción de impresionantes monumentos, tales como el templo excavado en piedra de Abu Simbel, el llamado Ramesseum (su templo funerario, en Tebas) y la conclusión del gran vestíbulo hipóstilo del templo de Amón de Karnak.
Pese a solventarse el peligro hitita, Egipto no tardó en tener que defender su integridad territorial frente a nuevos invasores: los denominados por la historiografía pueblos del mar, provenientes de las costas de Asia Menor y de Grecia, de donde llegaban desplazados, a su vez, por otras invasiones de pueblos indoeuropeos y por la irrupción de los dorios en el mar Egeo. Meneptah, hijo de Ramsés II, rechazó a los pueblos del mar, como también lo haría Ramsés III (c. 1198-1176 a.C.), soberano perteneciente ya a la XX Dinastía, quien derrotó igualmente a los libios y cuyas victorias fueron representadas en su templo funerario de Madinat Habu, cerca de Luxor. El final del reinado de Ramsés III marcó el inicio de la decadencia del Imperio Nuevo; Egipto se vio a partir de entonces afectado por revueltas internas (propiciadas por el creciente poder de los sacerdotes de Amón y del ejército) y por el acoso exterior de Asiria y de los libios.
Tercer periodo intermedio y Baja Época (c. 1070-332 a.C.)
Hacia el 1070 a.C., la unidad egipcia se vio nuevamente vulnerada, dando lugar al inicio de una etapa que, en virtud de ello, es denominada ‘tercer periodo intermedio’. Esta fase comprendió desde la XXI hasta la XXIV dinastías. Los faraones que gobernaron desde Tanis, en el norte, rivalizaron con los sumos sacerdotes de Tebas, con los que parecían estar relacionados. Los soberanos de la XXI Dinastía puede que tuvieran antepasados libios, porque fueron jefes libios quienes dieron origen a la XXII Dinastía. Cuando los gobernadores libios entraron en un periodo de decadencia, varios rivales se alzaron en armas para conquistar el poder. De hecho, las XXIII y XXIV dinastías fueron coetáneas a la XXII, al igual que la XXV (cusita), la cual controló de forma efectiva la mayor parte de Egipto cuando aún gobernaban la XX y XXIV Dinastías, al final de su mandato.
Los faraones incluidos desde la XXV hasta la XXXI dinastías gobernaron Egipto durante lo que se conoce como Baja Época. Los cusitas gobernaron desde el 767 a.C. hasta ser derrotados por Asiria en el 671 a.C. Los soberanos egipcios se restablecieron con la XXVI Dinastía (o dinastía saíta), fundada por Samético I (664-610 a.C.). El resurgir de nuevos logros culturales, reminiscencia de épocas anteriores, alcanzó su plenitud con la XXVI Dinastía. Cuando el último faraón egipcio fue derrotado por Cambises II, en el 525 a.C., el país cayó bajo dominio de Persia durante la XXVII Dinastía (Aqueménida). Egipto reafirmó su independencia con las XXVIII y XXIX dinastías, pero la XXX Dinastía fue la última de soberanos egipcios. La XXXI Dinastía, que no se menciona en la cronología de Manetón, representó el periodo de la segunda dominación persa.
Épocas helenística, romana y bizantina (332 a.C.-642 d.C.)
Alejandro III el Magno, cuyas tropas ocuparon Egipto en el 332 a.C., liberó de la tutela persa al país, que quedó integrado en el mundo helenístico hasta el año 30 a.C. El soberano macedonio, que dejó Egipto en la primavera del 331 a.C., fundó Alejandría y supo ganarse el favor de la población al mantener las leyes y las tradiciones nacionales. Se aseguró sobre todo el apoyo de la clase sacerdotal, al acudir al templo de Amón y hacer reconocer su filiación divina. Al fallecer Alejandro Magno, en el 323 a.C., sus territorios pasaron a ser gobernados por sus generales. Uno de ellos, Tolomeo, quedó al mando de la satrapía de Egipto y Libia, en calidad de sátrapa (gobernador) del territorio. Sin embargo, en el 305 a.C., Tolomeo se proclamó rey, dando inicio a la dinastía Tolemaica o Lágida (así llamada por ser Tolomeo hijo de un macedonio llamado Lagos). A Tolomeo I Sóter (305-285 a.C.), le sucedieron en el trono egipcio Tolomeo II Filadelfo (285-246 a.C.) y Tolomeo III Evergetes (246-221 a.C.).
Egipto pasó a ser una provincia romana, situación que se prolongaría durante casi siete siglos (salvo un pequeño lapso, en el siglo III d.C., en que fue gobernado por la reina Septimia Zenobia de Palmira). Durante ese largo periodo, Egipto fue un territorio de vital importancia económica para el Imperio de Roma, especialmente por su función como suministrador de cereales, pero también por sus vidrios, metales y otros productos manufacturados; además, se convirtió en un punto clave del comercio de especias, perfumes, piedras preciosas y metales procedentes de los puertos del mar Rojo. La administración del Egipto romano dependía de un prefecto; con el tiempo, esta figura acumuló un gran poder, por lo que, en el siglo VI, el emperador bizantino Justiniano I le privó de sus prerrogativas militares y dispuso que fuera un comandante el que ejerciera la autoridad sobre el ejército.
Durante el periodo de dominación romana, Egipto vivió tiempos de relativa paz. Alejandría conservó la capitalidad que alcanzara en época de los Tolomeos y fue una de las grandes metrópolis del Imperio romano, centro de un próspero comercio con India, la península de Arabia y los territorios mediterráneos. La romanización no tuvo gran incidencia, al ser ya la egipcia una sociedad muy helenizada desde tiempos tolemaicos. Para entonces, la población incluía importantes minorías de judíos, griegos y de otras comunidades de Asia Menor. La lengua copta comenzó a desarrollarse de forma independiente de la egipcia, por la influencia griega y de otras lenguas semíticas. Al igual que los habitantes de otros pueblos dominados por Roma, los egipcios no alcanzaron la ciudadanía romana hasta el año 212, gracias al Edicto de Caracalla. Los emperadores romanos protegieron las tradiciones religiosas egipcias; culminaron y embellecieron templos comenzados bajo los Tolomeos y, al igual que los faraones, hicieron inscribir en ellos sus propios nombres. Por otra parte, los cultos egipcios de Isis y de Serapis se extendieron por todo el ámbito grecorromano. Sin embargo, Egipto tuvo una notable importancia, a través del monacato, en la difusión del primer cristianismo.
Tras la división del Imperio romano, en el 395 d.C., Egipto pasó a formar parte del Imperio bizantino. El patriarca de Alejandría adquirió una gran fuerza en el seno de la Iglesia cristiana y gozó del apoyo papal frente a su rival de Constantinopla. San Cirilo, patriarca de Alejandría entre el 412 y el 444, obtuvo la condena, por herético, del nestorianismo, defendido por el patriarca de Constantinopla, Nestorio. Sin embargo, el poder del patriarcado alejandrino llegó a ser incluso amenazador para el propio Papado. El sucesor de Cirilo, Dióscoro, que defendió el monofisismo, fue depuesto tras el Concilio de Calcedonia (451). Al ser condenadas por Constantinopla, las tesis monofisitas fueron desde entonces adoptadas de forma masiva por los cristianos de Egipto. Durante los dos siglos siguientes, la Iglesia copta fue víctima de persecuciones impulsadas por el poder bizantino.
Durante el siglo VII, el Imperio bizantino sufrió el desafío de la Persia de los Sasánidas, que invadió Egipto en el 616. Pese a que fueron rechazados y expulsados en el 628, poco después, en el 642, Egipto cayó bajo el dominio del califato musulmán de Umar I. El proceso de expansión del islam supuso la llegada de una nueva religión y dio paso a una nueva etapa de la historia egipcia.