viernes, 26 de junio de 2009

GRECIA


PRIMEROS TIEMPOS

Las huellas más antiguas de ocupación humana en Grecia se remontan al paleolítico. Puede decirse que, en torno al 4000 a.C., aparecieron los indicadores neolíticos: las comunidades adquirieron hábitos sedentarios, desarrollaron la agricultura, aumentaron en número y ocuparon un espacio más extenso; diferentes vestigios (particularmente, la obsidiana de la isla de Milo) atestiguan la existencia de relaciones marítimas con el archipiélago de las Cícladas.

LA EDAD DEL BRONCE: LA CIVILIZACIÓN DEL EGEO

Diversas civilizaciones de notable importancia se desarrollaron en el ámbito del mar Egeo durante la edad del bronce. La historiografía incluso ha utilizado el término civilización del Egeo para hacer referencia al conjunto cultural del que la cuenca de este mar fue escenario desde aproximadamente el IV milenio hasta el 1200 antes de Cristo.

La civilización minoica

En la isla de Creta, la civilización minoica se originó aproximadamente en el 2600 a.C., alcanzó su momento de máximo apogeo en el periodo 2000-1450 a.C. y desapareció hacia el 1200 a.C. Se desarrolló en el marco de los palacios y sus principales centros fueron Cnosos, Festo, Malia y Zákros. Los soberanos de Cnosos tuvieron su mayor poder hacia el 1600 a.C., controlaron toda la zona del Egeo y comerciaron con Egipto. Esta floreciente cultura estableció un complejo sistema de pesos y medidas, así como varios sistemas de escritura lineal (lineal A y lineal B). La destrucción de Cnosos y el ocaso minoico fueron coetáneos del periodo de esplendor, en el bronce final, de otra de esas civilizaciones del Egeo que posteriormente se mencionará, la micénica.

La cultura cicládica

La cultura cicládica floreció en las islas Cícladas aproximadamente desde el 3200 hasta el 1500 a.C. Los habitantes de sus fortificados poblados practicaban la agricultura, la ganadería, la pesca y el comercio marítimo (de esto último dan indicios la presencia de objetos cicládicos en Creta, Ática, el Peloponeso y Asia Menor; así como las representaciones de barcos en la cerámica, o el descubrimiento de maquetas de piedra o cueros ilustrados con técnicas de construcción naval). Debió de tratarse de una sociedad fuertemente jerarquizada, con cúspide en una significada casta aristocrática. Tecnológicamente, se les atribuye la expansión de la metalurgia. Tras haber dominado el Egeo durante aproximadamente 1.300 años, entraron en decadencia en torno al 1500 a.C., y el desarrollo independiente de estas pequeñas islas quedó superado por la cada vez mayor influencia minoica.

La civilización heládica

En el Peloponeso, la civilización heládica (c. 2500-1100 a. C.) coincidió con una etapa de crecimiento demográfico y se caracterizó, sobre todo, por la aparición de nuevos ritos funerarios, probablemente por la influencia de un pueblo de reciente implantación en aquel espacio: los helenos.

Migraciones indoeuropeas

A finales del III milenio a.C., había comenzado un periodo de lentas migraciones de pueblos de lengua indoeuropea procedentes de las regiones danubianas. Practicaban la agricultura y la ganadería, utilizaban caballos e introdujeron el empleo de instrumentos y de armas de cobre o de bronce, así como de una cerámica particular que lleva el nombre de ‘minyenne’. Entre el 2000 y el 1600 a.C., tres fueron los principales y sucesivos grupos de esos pueblos: los jonios, que ocuparon el Ática y las Cícladas; los eolios, que se establecieron en Tesalia; y los aqueos (el grupo más importante), en el Peloponeso.

La civilización micénica

En la última fase de la edad del bronce (c. 1600-1200 a.C.), los aqueos dieron paso a la civilización micénica, que debe su nombre a la ciudad reino de Micenas, cuyos numerosos vestigios arqueológicos fueron descubiertos por el alemán Heinrich Schliemann en el siglo XIX. Los micénicos, que ocuparon el Peloponeso, Beocia, Ática y Creta después del misterioso hundimiento de la civilización minoica, aparecen relacionados con la fundación de diferentes reinos, como Tirinto o Pilos, organizados en el marco de palacios y fortalezas, y gobernados por un rey, que se encontraba en la cúspide de una sociedad fuertemente jerarquizada. Una poderosa clase sacerdotal estuvo al servicio de un complejo sistema religioso que incluía la creencia en numerosas divinidades, tales como Zeus, Hera, Poseidón, Ártemis o Hermes. Las tumbas micénicas, que a menudo ocultaban verdaderos tesoros, han dado cumplido testimonio de la vitalidad y de la riqueza que esta civilización debió alcanzar.
Si bien los micénicos fueron comerciantes, también se dedicaron a la piratería y estuvieron muy ligados a la actividad bélica y guerrera. De hecho, como ya se refirió anteriormente, los micénicos debieron estar relacionados con la desaparición de la civilización minoica y, si se toma a Homero y su Iliada como fuente, estuvieron involucrados en la guerra de Troya, que culminó con la destrucción de dicha ciudad.

Nuevas oleadas migratorias

La destrucción de las ciudades y palacios micénicos, y la desaparición, a finales del siglo XII a.C., de su civilización fueron explicadas tradicionalmente a partir de un único hecho coadyuvante: una última oleada indoeuropea, la protagonizada por el pueblo dorio. Sin embargo, otras causas debieron influir en el devenir de aquellos acontecimientos, tales como trastornos sociales que debilitaron a las clases dirigentes o cambios climáticos que tuvieron nefastas consecuencias en la agricultura. Todos los factores citados no son excluyentes, y parece probable que el final de la civilización micénica fuera el colofón de la acción conjunta de varios de aquellos.

LA EDAD OSCURA

Entre el hundimiento micénico y la emergencia de las ciudades-estado (la que sería nueva forma de organización política), transcurrieron casi cuatro siglos sobre los que poco se sabe, hasta el punto de ser llamados edad o época ‘oscura’ por los historiadores.
En el siglo XI a.C., surgieron importantes innovaciones culturales en distintos campos, como la fabricación de cerámica con decoración geométrica y la utilización del hierro en sustitución del bronce. Estos elementos fueron atribuidos durante mucho tiempo a los dorios, al ser concomitantes con su llegada; sin embargo, no existen pruebas determinantes que vinculen ambos hechos. Esta época estuvo también marcada por importantes movimientos migratorios; así, grupos griegos, probablemente empujados por las invasiones, emigraron para establecerse en las islas del mar Egeo y a lo largo de las costas asiáticas. Beocia, Tesalia, Asia Menor y la isla de Lesbos fueron ocupados por los eolios; los dorios se concentraron en el istmo de Corinto, en el Peloponeso, en Creta y en Rodas; por último, los jonios se instalaron en Ática, Eubea y las Cícladas.

El curso de los siglos IX y VIII a.C. (periodo que es conocido gracias a Homero y Hesíodo) preludia algunas de las características del subsiguiente periodo histórico de la antigua Grecia, el arcaico. Así, de forma paralela al redescubrimiento de la escritura y el renacimiento de la vida religiosa, surgieron nuevas estructuras sociales, políticas y mentales. Fue entonces cuando se hicieron presentes pequeñas unidades territoriales dirigidas por un basileus o rey, que poseía las tierras más ricas, y una serie de clases sociales que incluía desde los notables y principales del soberano a los esclavos, excluidos de toda participación en la vida política y en el ejército; así como un sistema de valores, fundado en los principios de la hospitalidad y el valor, que se convirtió en distintivo de identidad de una cultura griega común.

Entre los siglos VIII y VII a.C., Mesenia, en el suroeste del Peloponeso, fue invadida por Esparta, que progresivamente se instaló en toda la región.

PERIODO ARCAICO

El progresivo proceso colonizador extendió los límites del mundo griego a la península Ibérica, el sur de la Itálica (la llamada Magna Grecia), Tracia, la península Calcídica, la costa africana (en Egipto), Asia Menor y el Ponto Euxino (mar Negro).

El nacimiento de la ciudad

Otros importantes procesos de transformación, en los órdenes social y político, estaban teniendo lugar de forma simultánea a las colonizaciones. No existe acuerdo unánime entre los historiadores acerca del momento de aparición de las primeras ciudades, pero lo que sí es seguro es que ya existían en el siglo VIII a.C. El término polis (‘ciudad’) servía para designar a una comunidad independiente y dotada de sus propias instituciones que vivía sobre un territorio en el que había un espacio rural con pueblos y otro urbanizado en mayor o menor grado. Sin embargo, no todas las zonas griegas alcanzaron al mismo tiempo este estadio de desarrollo, siendo la costa de Jonia el ámbito en el que antes se logró. La organización social de la ciudad reposaba esencialmente en la existencia de hoplitas (ciudadanos-soldados).

La evolución política y social de las ciudades griegas durante el periodo arcaico es aún mal conocida. Las monarquías serían progresivamente reemplazadas, entre los siglos XI y VII a.C., por oligarquías. De este modo, el poder pasó a los jefes de las grandes familias que poseían la tierra y, por consiguiente, la riqueza y las armas. Entre ellos escogían a magistrados temporales, que eran denominados arcontes en Atenas y éforos en Esparta.

En los siglos VII y VI a.C., la aristocracia dominante tuvo que hacer frente a graves disturbios derivados de los problemas económicos y sociales que el modelo vigente generaba; estos eran, principalmente, el notable incremento de los campesinos sin tierra y el descontento de una clase mercantil nacida como consecuencia de la colonización y que reclamaba derechos políticos. Ciertas ciudades, como Atenas, remitieron la solución de estos conflictos a legisladores (como Solón y Dracón), mientras que otras recurrieron a la acción de aristócratas locales, a menudo jefes militares, que recibieron el nombre de tiranos.

Las tiranías

Si bien es cierto que su extracción era aristócrata, los tiranos gobernaron sin tener en cuenta a los individuos de su mismo origen (incluso a veces, contra ellos). Algunos se revelaron como hábiles dirigentes y fortalecieron su ciudad; un ejemplo de esto último fue Polícrates, tirano de Samos en el periodo 535-522 a.C. Pero, en cualquier caso, los regímenes tiránicos no pudieron resistir a la voluntad de los individuos de obtener auténticas responsabilidades políticas y convertirse, realmente, en ciudadanos.
El periodo de las tiranías (c. 650-500 a.C.) se caracterizó por ser una época de notable vitalidad cultural y económica. Los intercambios comerciales, en particular por vía marítima, se multiplicaron, y el uso de moneda se tornó esencial. El desarrollo de actividades culturales comunes en el conjunto de todas las ciudades griegas fue, junto a la lengua y la religión, uno de los principales factores de cohesión en una antigua Grecia caracterizada, en lo político, por la desmembración. En este sentido, cabe mencionar la importancia de los juegos impulsados en diversas ciudades: los panhelénicos u olímpicos (organizados en Olimpia desde el 776 a.C.), los píticos (promovidos en Delfos), los nemeos (en Nemea) y los ístmicos (en el istmo de Corinto). Estos eventos contribuyeron de forma decisiva a que los antiguos griegos adquirieran conciencia de su adscripción a una misma civilización.

Emergencia de Atenas

Convertida, junto con Esparta, en una de las principales ciudades-estado griegas entre los siglos VIII y VI a.C., Atenas vivió una original y peculiar evolución política e institucional. La monarquía hereditaria fue abolida en el 683 a.C. por y en favor de los eupátridas, clase aristocrática originada de la poderosa oligarquía terrateniente que conservaría el poder hasta mediado el siglo VI a.C. Los eupátridas eran la única fuente de derecho y podían llegar a ser arcontes, magistrados responsables de la dirección de los asuntos bélicos, religiosos y legislativos, elegidos anualmente por el Areópago, el consejo de notables cuyos miembros, además de esta capacidad electiva de los arcontes, representaban la máxima instancia judicial.

El descontento con este sistema era generalizado, y el intento de tiranía de Cilón (632 a.C.) pretendió, sin éxito, acabar con él. En el 621 a.C., el arconte Dracón, en ese contexto de profunda y continuada agitación social, codificó la legislación ateniense; las severas leyes draconianas limitaron la capacidad judicial de los areopagitas, pero no pudieron resolver otro de los grandes motivos de malestar de la sociedad ateniense: la crisis económica.

El segundo golpe para los intereses de los eupátridas fue protagonizado por el legislador Solón, elegido arconte en el 594 a.C., después de que una grave crisis agraria condujera a la esclavitud a muchos campesinos libres que no pudieron hacer frente a sus deudas. Solón prohibió los préstamos realizados bajo el aval de la libertad del deudor; canceló todas las hipotecas y deudas; e impulsó el comercio y los oficios liberales. La reforma legislativa y constitucional que le es atribuida reemplazaba el privilegio de nacimiento por el mérito de la fortuna para acceder a las magistraturas y cargos públicos. La sociedad quedó dividida en cuatro clases, atendiendo al criterio de riqueza, cada una de las cuales tenía que asumir ciertas obligaciones (lo que suponía la asunción del concepto de responsabilidad del ciudadano). La última de esas clases creada por sus leyes era la de los thetes (aquellos que no tenían propiedades), quienes no podían acceder a las magistraturas y cargos políticos pero sí participar en la Asamblea popular (Ekklesia). Otras instituciones de nuevo cuño fueron el Consejo de los Cuatrocientos (que realmente supuso una nueva Bulé), con iniciativa legislativa; y el tribunal popular de los heliastas (así llamados por reunirse en la plaza Heliea al salir el Sol). Las reformas de Solón introdujeron los fermentos de la democracia en la vida ateniense.

En el 560 a.C., Pisístrato, apoyado por el pueblo, se hizo con el poder en Atenas y se convirtió en tirano. Su gobierno (hasta el 527 a.C.), en el que le sucederían luego sus hijos, Hipias e Hiparco, supuso un periodo de gran prosperidad para la ciudad. Sin embargo, el régimen de los Pisistrátidas, que terminó por ser considerado despótico, finalizó de modo violento; Hiparco fue asesinado en el 514 a.C., e Hipias tuvo que exiliarse tras ser apartado del poder por una insurrección popular en el 510 a.C. El poder ateniense regresó entonces a manos de la oligarquía.

Sin embargo, a partir del 510 a.C., el legislador Clístenes, miembro de una familia aristocrática (los Alcmeónidas), adoptó una serie de medidas que reconstruyeron profundamente el sistema político ateniense. Pese a la hostilidad de la aristocracia, pero con el apoyo de la facción democrática, Clístenes amplió el número de las tribus de Atenas (las cuatro existentes se fundamentaban en las relaciones familiares y constituían el pilar de la aristocracia). Las 10 nuevas tribus no estaban basadas en el criterio gentilicio, sino que reflejaban la división geográfica de la sociedad y representaban a otras tantas regiones del Ática; esta transformación introdujo un mayor grado de igualdad entre los ciudadanos ya que, a partir de entonces, la participación en la vida pública y el acceso a la misma pasaron a depender del lugar de residencia y no de la fortuna (cada tribu enviaría 50 representantes a la Bulé, que se convirtió así en Consejo de los Quinientos). Además, dispuso salvaguardias para eludir nuevos gobiernos tiránicos; en particular, la figura del ostracismo, medida jurídica que, previa aprobación por mayoría simple, permitiría el destierro por diez años de aquel ciudadano que fuera considerado peligroso para el bienestar público. En virtud de todo ello, se considera que Clístenes sentó las bases institucionales y los principios de la democracia, siendo en ocasiones calificado de ‘padre’ de la misma. Esta evolución política estuvo acompañada de la bonanza económica y la apertura cultural.

PERIODO CLÁSICO

Desde la mitad del siglo VI a.C., la emergencia de Persia con la dinastía Aqueménida constituyó una seria amenaza para la estabilidad, expansión y prosperidad del mundo helénico. A partir del 546 a.C., año en que Ciro II el Grande derrotó a Creso, rey de Lidia, los persas atacaron las ciudades jonias y sometieron toda la Grecia asiática y las islas costeras, a excepción de la isla de Samos.

Las Guerras Médicas

En las llamadas Guerras Médicas, desarrolladas en el siglo V a.C., las ciudades griegas lucharon unidas contra el enemigo común que constituía el Imperio persa. En el 499 a.C., los jonios, liderados por el tirano de Mileto, Aristágoras, y ayudados por Atenas y la ciudad eubea de Eretria, se sublevaron contra Persia. Aunque la rebelión de Jonia triunfó en un primer momento, finalmente fue derrotada en el 494 a.C. por Darío I el Grande, quien saqueó Mileto y restableció su control absoluto sobre la región. En el 490 a.C., el rey persa envió una gran expedición para castigar a los atenienses por su participación en el levantamiento, pero sus ejércitos fueron vencidos el 13 de septiembre de ese año en la batalla de Maratón por las fuerzas griegas, que comandó el general ateniense Milcíades el Joven.
Atenas, siguiendo la estrategia de su dirigente Temístocles, decidió emplear la riqueza de la ciudad en construir una poderosa flota de trirremes y en desarrollar el puerto de El Pireo. Pero la amenaza persistía y los ataques persas fueron reanudados por el hijo de Darío I, Jerjes I, el cual, en el 480 a.C., marchó con sus ejércitos sobre Tracia, Tesalia y Lócrida. Los persas se vieron detenidos momentáneamente en el paso de las Termópilas, defendido por el soberano espartano Leónidas I; el sacrificio de este (murió junto a sus 300 hombres) otorgó un valioso tiempo a los griegos, que pudieron reorganizar sus fuerzas. Aunque Jerjes I reanudó la marcha, continuando hacia el Ática y quemando Atenas, que había sido abandonada, su flota sufrió una grave derrota en la batalla de Salamina (29 de septiembre del 480 a.C.) ante los barcos de guerra griegos comandados por Temístocles y por el espartano Euribíades. Jerjes I se retiró a Asia Menor y dejó a Mardonio al mando de las tropas persas que permanecieron en Grecia. Este fue vencido y muerto en la batalla de Platea (479 a.C.) por las fuerzas griegas, al frente de las cuales estuvo el general espartano Pausanias y el ateniense Arístides el Justo.

La última tentativa persa contra Grecia resultó igualmente fallida, al ser desbaratada cerca del río Eurimedonte (ahora Köprü, en Turquía), por el general ateniense Cimón en el 468 a.C. En el 449 a.C., se acordó la que fue denominada Paz de Calias, así llamada por el nombre del político ateniense que la promovió y negoció con el soberano persa Artajerjes I. Finalizaban así las Guerras Médicas; Persia dejaba de representar una amenaza para los griegos al renunciar a sus pretensiones en el mar Egeo, mientras que Atenas, que quedaba como potencia hegemónica en este espacio geográfico, se comprometía a no inmiscuirse en los territorios persas de Asia Menor, Chipre o Egipto.

Apogeo y hegemonía de Atenas

Vencedora indiscutible de Persia, la ciudad-estado de Atenas obtuvo un inmenso prestigio como consecuencia de las Guerras Médicas y se convirtió en la entidad más determinante del ámbito egeo. La batalla de Salamina había demostrado la vital importancia de las fuerzas navales; el ejército de Esparta, hasta entonces la principal potencia militar de Grecia, perdió su supremacía ante el creciente empuje de la flota ateniense.


En el 478 a.C., un gran número de ciudades griegas se habían unido en torno a la Confederación o Liga de Delos, alianza militar destinada a constituir una estructura de solidaridad mutua permanente frente a futuros ataques persas. Su base radicaba en la isla de Delos y sus miembros (llegaron a ser más de 200) contribuían, en proporción a sus recursos, con un determinado número de embarcaciones y hombres. Pero poco a poco, los integrantes de la Liga de Delos fueron sustituyendo tales aportaciones materiales y humanas por pagos económicos. Estos adquirieron prácticamente la esencia de un tributo a Atenas, de modo que, lo surgido como iniciativa entre iguales degeneró en cierta suerte de ‘imperialismo’ generador de relaciones de ‘vasallaje’ hacia Atenas, que consolidó su poder en torno a ellas. En el 454 a.C., el tesoro de la Liga fue trasladado desde el templo de Apolo en Delos a Atenas, que dio carácter de obligatoriedad tanto a la pertenencia a la confederación como al pago de tributos.


Se abrió entonces un periodo de pleno dominio político, cultural y artístico de Atenas, que alcanzó su momento álgido con Pericles, quien, desde su cargo de estratega (magistratura para la que fue elegido cada año por los atenienses desde el 443 a.C.), reforzó las instituciones democráticas de una ciudad que, gracias al flujo tributario de la Liga, fue embellecida y dotada de nuevos monumentos (la mayor parte de los edificios de la Acrópolis data de esta época). El siglo V a.C., el así llamado Siglo de Pericles, supuso también la Edad de Oro de Atenas en los marcos cultural y artístico (con autores como Esquilo, Sófocles y Eurípides; filósofos como Sócrates y Platón; historiadores como Tucídides y Heródoto, y escultores como Fidias) y económico (El Pireo pasó a ser el núcleo clave del comercio mediterráneo).

La guerra del Peloponeso y el dominio de Esparta

Sin embargo, la política hegemónica de Atenas devino finalmente en su propio perjuicio. Como ya se ha referido, la Liga de Delos, fundacionalmente una confederación de aliados, terminó por forjar un imperio ateniense no igualitario en el que las ciudades que decidían separarse o rebelarse contra él eran duramente castigadas; así les sucedió a Naxos (470 a.C.), Thásos (465 a.C.), Beocia (447 a.C.), Megara (446 a.C.), Eubea (445 a.C.) y Samos (439 a.C.). Esparta, celosa de la prosperidad de Atenas y deseosa de recobrar su prestigio, supo sacar provecho de la situación. Dado que, a su vez, lideraba una confederación formada por ciudades del Peloponeso en el 550 a.C., Esparta disponía de los medios para enfrentarse a Atenas. Sin embargo, la guerra se retrasó como consecuencia de la firma de una tregua de treinta años firmada en el 446 a.C. Las hostilidades se desataron en el 431 a.C., y el pretexto fue el apoyo prestado por Atenas a Corcyra (hoy Corfú) durante la disputa que esta mantenía con Corinto, aliada de Esparta. La que fue conocida como guerra del Peloponeso enfrentó a ambas confederaciones hasta el 404 a.C. y finalizó con la capitulación de Atenas y la rendición de su flota, lo que otorgó la supremacía a Esparta.

Finalizada la guerra, Esparta favoreció al partido aristocrático ateniense, lo que se tradujo en la instauración del denominado gobierno de los Treinta Tiranos, en Atenas, y de otros similares en diversas ciudades griegas. El dominio espartano sobre el mundo helénico se reveló pronto más severo y opresivo que lo fuera el ateniense. En el 403 a.C., Atenas, liderada por Trasíbulo, expulsó de la ciudad a la guarnición espartana que sostenía a la oligarquía, y la democracia y la independencia fueron restauradas. Esparta se vio igualmente desafiada por otras ciudades griegas que se rebelaron regularmente contra su hegemonía.

Luchas por la hegemonía

En torno al año 400 a.C., tropas espartanas se desplazaron a Asia Menor, donde Persia había iniciado acciones beligerantes. Pese a que la contraofensiva obtuvo éxito, las tropas espartanas de Agesilao II se vieron obligadas a regresar en el 395 a.C. para hacer frente a las hostilidades abiertas por una coalición integrada por Argos, Atenas, Corinto y Tebas. Se iniciaron así las Guerras Corintias, algunos de cuyos momentos de mayor trascendencia fueron la victoria de la flota aliada, dirigida por el ateniense Conón, sobre la espartana en la batalla de Cnido (394 a.C.); la derrota de atenienses y tebanos en la batalla de Coronea (librada también en el 394 a.C.); y la Paz de Antálcidas (386 a.C.). Esta última toma su nombre del lacedemonio Antálcidas, quien logró el triunfo en las batallas del Helesponto, como consecuencia de lo cual los atenienses fueron expulsados del mar Egeo. Previamente, Antálcidas había logrado el apoyo de Persia gracias a una serie de acuerdos con Artajerjes II que garantizaron la supremacía persa sobre las ciudades griegas de Asia Menor y la autonomía de las ciudades-estado de Grecia.

Pese a la paz acordada, Esparta invadió Tebas en el 382 a.C. y estableció un régimen oligárquico. Dirigidos por el general Pelópidas y apoyados por Atenas, los tebanos se rebelaron en el 379 a.C., consiguiendo expulsar a los espartanos y restablecer la democracia. La guerra entre Esparta y la alianza Atenas-Tebas se prolongaría hasta el decisivo desenlace de la batalla de Leuctra (371 a.C.), una rotunda victoria del general tebano Epaminondas que marcó, por un lado, el fin del dominio de Esparta y la decadencia de su fuerza militar, y, por otro, el inicio de un periodo de supremacía de Tebas. Atenas no aceptó desde luego someterse a la nueva situación y, en el 369 a.C., se alió con su antigua enemiga, Esparta. La batalla de Mantinea (362 a.C.), en cuyo transcurso murió Epaminondas, marcó el fin de la efímera hegemonía tebana.

PERIODO HELENÍSTICO

Toda esta serie de conflictos entre las ciudades griegas terminó por producir un efecto debilitador en todas ellas, allanando el camino para que nuevas fuerzas aparecieran en escena de forma decisiva. Tal ocurrió con Macedonia.

Apogeo y hegemonía de Macedonia

Situada en el norte de Tesalia, la próspera monarquía centralizada de Macedonia estuvo regida desde el 359 a.C. por Filipo II. Aprovechando los conflictos existentes entre las distintas ciudades y valiéndose de un poderoso aparato militar que se fundamentaba en el sistema de falanges tebanas, Macedonia fue poco a poco afianzando su hegemonía. Tras apoderarse de la Grecia central y de Tracia, Filipo II se propuso extender su dominio a la totalidad de la península. La principal oposición a sus fines provino de Atenas y estuvo dirigida por Demóstenes. Pese a que, en el 341 a.C., Atenas, Eubea, Tebas, Corinto y Megara se coligaron, sus fuerzas fueron severamente derrotadas en la batalla de Queronea (338 a.C.) por Macedonia, que vio así reconocida su supremacía. A partir del 337 a.C., la Liga de Corinto aglutinó a las principales ciudades griegas para preparar y afrontar las campañas militares que el monarca macedonio se disponía a efectuar en Asia. Al ser asesinado Filipo II, en el 336 a.C., Alejandro III el Magno heredó el trono de su padre.

El imperio de Alejandro Magno y su herencia

A partir del 334 a.C., Alejandro Magno continuó la política de expansión de su padre y se lanzó a la conquista de Persia. Solo diez años después, su inmenso imperio se extendía desde el Adriático hasta el Indo. Símbolos de la nueva época fueron centros de la cultura tales como Alejandría y Pérgamo. En el contexto religioso, la interacción entre la religión griega y los cultos orientales originó un significado proceso de sincretismo espiritual.
Al morir Alejandro Magno, en el 323 a.C., su imperio territorial fue sometido a un proceso de división entre sus generales, los llamados diádocos (‘sucesores’), que dieron lugar al nacimiento de dinastías reinantes en sus respectivos espacios de influencia. Tres fueron las más importantes: la Tolemaica en Egipto, la de los Seléucidas en Oriente Próximo y la Antigónida en Macedonia. Las ciudades griegas intentaron aprovechar las divisiones entre los reyes macedonios para recobrar su independencia. Pero las propias disensiones intestinas existentes en las plataformas que lo podrían haber propiciado (la Liga Etolia o la Liga Aquea) motivaron que el dominio macedonio se prolongara hasta la conquista romana.

DOMINACIÓN ROMANA

En el 215 a.C., la República de Roma comenzó a penetrar en los Balcanes y a inmiscuirse en los asuntos griegos. Filipo V, rey de Macedonia (221-179 a.C.), se alió con Cartago, pero los romanos, apoyados por la Liga Etolia, vencieron a las tropas macedonias en el 205 a.C. y se establecieron sólidamente en Grecia. Roma, con el sostén que le proporcionaban ambas ligas griegas, derrotó de nuevo a Filipo V en la batalla de Cinoscéfalos (197 a.C.). El hijo y sucesor de Filipo V, Perseo, prolongó la lucha de su progenitor para salvaguardar la independencia de su reino frente a las tropas romanas, que lograron una decisiva victoria en la batalla de Pidna (168 a.C.). Macedonia, sojuzgada, debió concluir la paz y, en el 148 a.C., se convirtió en provincia romana. El último intento de resistencia griega (149-146 a.C.) estuvo protagonizado por la Liga Aquea, pero la revuelta concluyó con la conquista y destrucción de Corinto por los romanos, con la disolución de las ligas y con la integración del conjunto de Grecia en la referida provincia de Macedonia. Roma había reconocido la autonomía de las ciudades griegas con ocasión de los juegos ístmicos del 196 a.C. (al año siguiente, por tanto, de que la batalla de Cinoscéfalos pusiera fin a la segunda Guerra Macedónica). Pese a ello, el protectorado romano establecido sobre Grecia cercenaba notablemente la teórica soberanía de sus diversas entidades políticas, al prohibir toda forma de alianza en el marco de confederaciones o ligas. La dominación romana se tradujo para Grecia en la ocupación militar y en el pago de tributos.

La expansión romana prosiguió. En el 133 a.C., el reino de Pérgamo fue anexionado para convertirse, poco después, en la provincia de Asia. Más tarde, Cneo Pompeyo Magno conquistó el reino de la dinástía Seléucida, que pasó a ser la provincia de Siria (64 a.C.). Por último, en el 30 a.C., el Egipto de la dinastía Tolemaica se sumó igualmente a los ya vastos territorios bajo control romano.

El conjunto del mundo helenístico había sido sometido por Roma. En el 88 a.C., Mitrídates VI Eupátor, rey del Ponto, acometió una campaña para liberar Asia Menor y Grecia del dominio romano. Fue apoyado por numerosas ciudades griegas que esperaban reconquistar su independencia. Pero esta rebelión fue sofocada, dos años después, por las legiones de Lucio Cornelio Sila. Al final del conflicto, Grecia central quedó completamente arruinada.

A pesar de estas tentativas de rebelión, de los repetidos ataques de piratas (78-66 a.C.) y de las guerras civiles romanas (en suelo griego se libró, por ejemplo, la batalla de Farsalia, en el 48 a.C.), los siglos II y I a.C. supusieron cierta expansión económica, gracias primordialmente al desarrollo del comercio marítimo, como fue el caso de Rodas. Para las ciudades griegas, la ocupación romana tuvo como consecuencia el fin de la democracia y la llegada al poder de las oligarquías (así ocurrió en Atenas, por ejemplo, a partir de 102-101 a.C.).

Reorganizada por el emperador Augusto en el 22 a.C., gran parte de Grecia pasó a integrarse en la provincia de Aquea, administrada por el procónsul de Corinto; Macedonia quedó unida a Tesalia, mientras que el Epiro fue confiado a un procurador. Los efectos de la pax romana dejaron de sentirse notablemente en Grecia, auténtico modelo intelectual y artístico para el Imperio romano. Emperadores como Adriano (117-138) o Marco Aurelio (161-180) estuvieron particularmente influidos por la cultura griega y vinculados al intento de promover su renacimiento y de devolver a Atenas su esplendor clásico. Esfuerzos que resultaron insuficientes, pues la vieja ciudad sufrió, desde finales del siglo II, la creciente competencia de las ciudades de Asia Menor. La invasión de Grecia por los godos en los años 267-268 (Atenas fue conquistada; Argos, Corinto y Esparta, prácticamente destruidas); el avance del cristianismo; el ocaso del helenismo; la suspensión de los juegos olímpicos en el 394, por su simbología pagana... Todos ellos resultaron hitos significativos, factores explicativos del ocaso de una época. El mundo antiguo llegaba a su fin en Grecia. Tras la división del Imperio romano en el 395, Grecia quedó encuadrada en su nueva entidad oriental: el Imperio bizantino.

Para otros aspectos relacionados con la antigua Grecia, véanse los artículos Arte y arquitectura de Grecia, Filosofía griega, Lengua griega, Literatura griega y Mitología griega.

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